porque el gobierno mexicano creo las instituciones sociales

porque el gobierno mexicano creo las instituciones sociales

Las crisis económicas en México han tenido lugar en un contexto de rápida modernización de estructuras e instituciones, que han acentuado aquellas inclinaciones a la dislocación económica y social. Los costos humanos de estas crisis, el cambio en la estructura de la población heredada de la explosión demográfica de los años setenta, los rezagos sociales acumulados, y las zonas centrífugas asociadas a la globalización, han convertido a la sociedad mexicana, como lo ha señalado Clara Jusidman, en una sociedad tan plural, tan desigual, tan heterogénea y sumamente compleja que ha experimentado un proceso creciente de segmentación social en donde sus componentes no se comunican, no comparten proyectos y varios se sientes excluidos (Citado en Cordera y Palacios, 2002: 5).

Sin embargo, estos factores que llevan a la pérdida de la cohesión social han impulsado también una conciencia colectiva sobre la necesidad de revertirla. Tanto el Estado, como diversos estadios de la sociedad civil, la academia y hasta organismos financieros internacionales, advierten sobre el peligro de esas tendencias, mientras que los grupos más vulnerables por el cambio y las crisis buscan refugios y formas de existencia que les permitan no solo sobrevivir, sino crear las condiciones para aprovechar productivamente el cambio. Estos grupos demandan no solo el cumplimiento de los “derechos sociales del pueblo mexicano”, entre los que resalta el de satisfacer sus necesidades esenciales, como lo consigna la Constitución Política mexicana de 1917, sino nuevos y diversos bienes y servicios sociales vinculados a valores universales como son la equidad, la igualdad de oportunidades, la tolerancia y el reconocimiento. Por su parte, el Estado tiene obligaciones conducentes a que dichos derechos se cumplan.

El concepto de política social

Se analizará la política social como la forma que por medio de estrategias y políticas concretas tiene el Estado para construir una sociedad cohesionada y equitativa. En una perspectiva de mayor equidad e integración social, la política social tiene como fin principal facilitar la convergencia entre los intereses individuales y los intereses comunes de la sociedad.

La concepción y los objetivos de la protección social no permanecen constantes en el tiempo, varían en términos de los requerimientos de la población, los cuales difieren en función de contextos históricos y espaciales. El objetivo de este artículo es analizar el desarrollo de las políticas oficiales de atención a la pobreza a lo largo de los últimos treinta años de la historia del país.

La política social oficial en México se ha desarrollado con múltiples matices a lo largo de la historia, donde ha utilizado mecanismos para impulsar la inserción social como son: la universalidad, la focalización y la integralidad de la política social.

Universalidad de la política social. Se busca materializar los derechos sociales contemplados en la Constitución Política de 1917. La acción pública debe contribuir a la generación de mecanismos para que la población logre obtener los medios necesarios para aumentar con solidez la calidad de vida y al mismo tiempo fortalecer la formación de recursos humanos para el desarrollo y la cohesión social.

 

Focalización de la política social. La escasez de recursos públicos, en particular durante los periodos de crisis y ajustes, la focalización se ha ido adoptando como una forma eficaz de asegurar que los servicios sociales lleguen a la población que menos tiene y se logre mayor equidad y eficacia en el uso de los recursos. Esto, en principio, no se opone al carácter universal que se considera indispensable para un desarrollo con cohesión.

Ante el carácter multidimensional de la pobreza, en un contexto donde las discontinuidades espaciales y productivas son tan marcadas como en México, las políticas focalizadas y diferenciadas deben entenderse como un instrumento que permite orientar la acción, y particularmente la asignación de subsidios para que la población con mayores carencias pueda acceder a los servicios y garantías sociales. La focalización, entonces, no debería concebirse como una política social alternativa, sino como una vertiente instrumental que bien aplicada, hace más eficaz la universalidad de la política social.

Los programas focalizados y diferenciados son útiles y necesarios cuando la pobreza está concentrada en ciertos grupos de la población o en ciertos espacios geográficos, y cuando las personas o familias no son cubiertas por los esquemas de protección y seguridad social, entonces estos se convierten en mecanismos proveedores de bienestar.

Integralidad de la política social. Lograr una buena integración de instrumentos, junto con una relación explícita y coherente con la política económica general, es una condición para la eficacia de la política social. Se trata de unos vínculos movibles, que cambian en función del ciclo económico pero también del político, sobre todo en condiciones de democracia y alternancia (Cordera y Palacios, 2002: 17).

No es posible en estas condiciones proclamar la garantía de los derechos económicos y sociales sin atender a la situación y las tendencias económicas. El desarrollo social no puede descansar exclusivamente en la política social, entre otras cosas porque no hay presupuesto que resista esta hipótesis, pero por otro lado el crecimiento y la política económica no pueden, por si mismas, ofrecer panoramas realistas de equidad y de mejoramiento social.

El ritmo y la calidad del desarrollo económico condicionan las posibilidades e impacto de la política social, mientras la inversión en capital humano e infraestructura social, así como un ambiente de equidad, crean las condiciones favorables para el desarrollo económico y la estabilidad política y social. En el mismo sentido, el crecimiento económico y la política macroeconómica de control de la coyuntura, son determinantes en la generación de empleo y de la estructura de oportunidades laborales y, por ende, de los niveles de ingreso y de superación de la pobreza.

La segunda dimensión de integralidad de la política social nos remite a las posibilidades virtuosas que encierra la conjunción de los diferentes beneficios sociales, como son la educación, la salud, la protección social, la nutrición, la vivienda y otros servicios básicos. En un contexto de recursos escasos y necesidades en expansión, la determinación obligada de prioridades debe aspirar a producir círculos de interacción positiva entre satisfactores y carencias, sin hacer a un lado la intensidad y la severidad del fenómeno de la pobreza.

Características y objetivos de la política social en México.

El contexto dentro del cual se debe evaluar la cuestión social en México es el de un país en desarrollo medio (país que no carece de recursos ni riqueza) caracterizado por grandes desigualdades, entre clases y grupos sociales y entre regiones. Por lo que la intensa problemática social del país se deriva de una distribución altamente regresiva del ingreso y la riqueza y no de una falta de desarrollo.

A pesar de vivir en una época en la que se cuenta con una red internacional de instituciones dedicadas a reducir la pobreza, la situación de desigualdad y marginalidad persiste y se intensifica cada día entre ciertos grupos y regiones del mundo. Es posible afirmar que los postulados neoliberales en torno a que un mayor crecimiento económico propiciado por la apertura del mercado redundaría en mayor bienestar de la población a través de una reducción significativa de la pobreza y, en forma casi automática, una mejora en la distribución del ingreso, ha resultado falsa pues contrario a ello se ha generado mayor pobreza e inestabilidad social.

Estas situaciones de marcado desequilibrio entre países y regiones del mundo, que se hicieron más evidentes en la última década del siglo XX, condujeron a los organismos internacionales y a los gobiernos de los países pobres a replantear el desarrollo y las estrategias para alcanzarlo. En el nuevo discurso, los términos de equidad, democracia y justicia social cobran relevancia y se convierten en los ejes rectores de la política social de los últimos años. Por supuesto, América Latina quedó inserta en estas transformaciones, por ser la región que más ha sufrido los estragos sociales del neoliberalismo; pero también por ser una de las zonas que ha tenido mayor intervención de los organismos internacionales en lo referente a las "recomendaciones" de política que deben seguir y su financiamiento.

El contexto de la nueva relación Estado-sociedad que se da en el marco del neoliberalismo, aunado al creciente reclamo de la sociedad para participar en las decisiones públicas, hace imprescindible la necesidad de fortalecer los procesos de democracia, ampliando los espacios para la acción popular, la libertad de asociación, la libertad de prensa y las oportunidades para la acción público-privada. Por ello, el debate de los años noventa sobre el desarrollo social centró su atención en esos procesos y tuvo como premisa fundamental que para lograr la democracia, así como el desarrollo, era necesario promover la equidad, la sustentabilidad y la seguridad humana.

En la Cumbre de Copenhague celebrada en 1995, se afirmó que el mercado por sí solo no sería la fórmula para erradicar la pobreza ni lograría la equidad, la sustentabilidad y la seguridad humana necesarias para alcanzar el desarrollo. Frente a ello se propuso como alternativa el desarrollo humano, que en esencia representaba un nuevo concepto del desarrollo social, agregaba nuevas dimensiones a la pobreza y se postulaba como la fórmula para su erradicación.

 

En la nueva visión de la pobreza se incorporaban otros elementos para su definición, tales como la falta de oportunidades, de poder, el aislamiento y la ausencia de participación en los asuntos públicos; lo que se sumó a la carencia de ingresos y a la falta de acceso a los servicios básicos indispensables. Así, el objetivo de la erradicación de la pobreza se precisaba como una forma clara de poner en práctica los derechos sociales y económicos señalados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (UNESCO, 2001).

En suma, las dimensiones del desarrollo humano se plantearon en los siguientes paradigmas:   La función del Estado debía ser la de alentar la participación de la sociedad mediante la descentralización de recursos, programas y acciones.

Alentar la democracia conlleva a una ciudadanía social, por medio del fomento a todas las posibilidades de gestión social.

 La equidad debía promover la igualdad de oportunidades entre las personas, sin distinción de género, raza o condición social.

La potenciación de las capacidades de las personas, mediante el acceso a la enseñanza, salud y formación conduce a un mejoramiento de sus condiciones de vida, en tanto que amplía sus posibilidades de participación.

  Se requiere de un Estado que persiga como meta el desarrollo humano, que fortalezca y profundice la democracia y que sea capaz de formar equipo con la iniciativa privada y social civil.

Fue con estos postulados que en toda América Latina, durante la década de los noventa, se emprendieron acciones de reforma institucional y de política social, teniendo como objetivo central la reducción de la pobreza mediante programas de descentralización, financiados por el Banco Mundial y enfocados a atender los rubros de educación, salud y alimentación; aspectos considerados como indispensables para la creación de capital humano.

Bajo esta óptica, podría afirmarse que, salvo en administraciones recientes, la política social en México difícilmente ha considerado como su objetivo central el abatimiento de la pobreza. Los objetivos de la política social han tocado tangencialmente el problema, pero no se encuentran metas explícitas sobre el combate a la pobreza sino hasta las administraciones de José López Portillo (1976-1982) y Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Esta aseveración se antoja paradójica en un país que experimentó una larga revolución armada, que si bien tuvo orígenes políticos, las razones sociales no dejaron de ser la justificación para la lucha de contingentes importantes. La explicación a tal paradoja, cuando la política social ha ocupado un lugar especial en la política pública de las más de las administraciones, subyace, en buena medida, en los objetivos y en la instrumentación misma de la política social.

 

La política social en México posrevolucionario encuentra sus orígenes históricos, políticos y filosóficos en la Constitución Política mexicana de 1917. En particular, la política social se ha nutrido de los artículos 3°, 4°, 27° y 123°. El artículo 3° apela a un derecho social -la educación- para todos los mexicanos, en el cual no existe exclusión alguna. El artículo 4° trata de un derecho universal -acceso a la salud y a una vivienda digna- para toda la población. En contrapartida, los artículos 27° y 123° tratan de derechos ocupacionales; es decir, el derecho depende de una función social: el trabajo agrícola o industrial. Se trata, pues, de un derecho excluyente.

Un problema adicional en torno a los objetivos es que -en mayor o menor medida- las administraciones posrevolucionarias han conceptualizado a la pobreza de manera indirecta; es decir, la pobreza se ha entendido como un problema de ingreso. La procuración de las capacidades básicas siempre ha estado presente, aunque más como un apéndice que como un elemento central en la política social.

Pero el problema de la política social trasciende por mucho las dificultades inherentes a los fundamentos teórico-filosóficos y a los objetivos de política. El obstáculo más difícil ha sido el de la instrumentación, pues la política social ha tomado cuerpo a partir de las estrategias de desarrollo de diferentes administraciones, y en función de la lógica de los grupos de interés del sistema político mexicano. De hecho, lo que se verifica es un juego triangular entre la estrategia de desarrollo, los grupos de interés y la política social.

La política social ingresa a la triada (Estado-grupos de poder-población) de la siguiente manera: sus objetivos concretos se nutren de la estrategia de desarrollo, y la instrumentación toma su sesgo a partir del peso relativo de los grupos de interés. En consecuencia, la política social en general, y el gasto social en particular, aparece como el combustible que alimenta -y hace posible- la relación entre el ejecutivo, los intermediarios políticos y la población en su conjunto. La capacidad discrecional para manejar el gasto federal representa el brazo más fuerte que posee la institución presidencial (Wilkie, 1978: 63), es la extremidad principal, pues con ella el ejecutivo federal nutre, y a la vez administra, el regateo de la legitimidad política del régimen. Estas reglas de procedimiento del sistema político mexicano han acentuado el sesgo ocupacional de la política social; en efecto, el Estado ha tornado derechos universales, en derechos cuyo cumplimiento es prioritario para satisfacer a los grupos de interés relevantes para la coalición de gobierno.

En suma, la política social en México ha enfrentado problemas de objetivo y de instrumentación. Los objetivos han dado prioridad a la atención del síntoma sobre la enfermedad. Cuando la política ha intentado atacar la enfermedad, se ha quedado atrapada en la lógica del Estado y de los grupos de interés, lejos de la atención de la pobreza extrema. Estas hipótesis son corroborables a la luz de los objetivos, los instrumentos y la instrumentación misma de la política social en un horizonte histórico.

En el gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946), empezó a utilizarse la palabra marginados existiendo un fuerte interés por la asistencia social, sobre todo en las grandes ciudades, ocasionando la atracción de emigrantes. Así, a partir de esta administración y hasta la administración de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), la política social mantuvo un tinte ocupacional, aunque en aquellos años se adaptaría a la nueva estrategia económica: la industrialización a través de la sustitución de importaciones. Así, entre 1940 y 1970 el Estado se abocó a participar en el abatimiento de los rezagos económicos y sociales que provocaron el conflicto armado, induciendo el proceso de industrialización y el crecimiento económico. Las medidas de política social para elevar el nivel de vida de la población eran de carácter general, para la población rural por medio de la reforma agraria y la fijación de precios de garantía para los productos básicos, y para la población urbana el respeto a los derechos laborales, el mantenimiento de los salarios mínimos y la seguridad social.

Por muchos años se consideró que esas políticas sociales eran suficientes para mejorar las condiciones de vida de la población, pues el peso más importante para lograrlo se les daba a las políticas económicas que buscaban el desarrollo del país. Estas políticas pusieron el mayor énfasis en la industrialización, por lo que a partir de la década de los años cuarenta se inició un proceso que favoreció el desarrollo de la industria a costa del campo. Los costos fueron altos para la población rural, que pronto se vio empobrecida y obligada a emigrar a las ciudades para obtener trabajo y los ingresos suficientes para sobrevivir.

Las altas tasas de crecimiento económico, favorecidas también por un modelo de crecimiento basado en la sustitución de importaciones, permitieron la absorción de la mano de obra que en grandes corrientes fluyó, en la década de los sesenta y setenta, hacia la ciudad de México y a otras ciudades como la de Monterrey y Guadalajara. No obstante, esa capacidad para generar empleos urbanos fue disminuyendo y comenzó el surgimiento de cinturones de pobreza en los alrededores de los centros urbanos, mientras en el campo el empobrecimiento continuó de manera acelerada. Las primeras manifestaciones de la crisis del modelo económico por el deterioro de las condiciones de vida se comenzaron a dar por la vía política con el movimiento ferrocarrilero en 1959, el de los médicos en 1964 y años más tarde el estudiantil en 1968. Esta situación modificó radicalmente la posición del gobierno respecto al crecimiento económico y comenzaría con políticas sociales mismas que tuvieran la pretensión de una mejor redistribución del ingreso y la ampliación de los servicios sociales básicos de una manera eficiente.

Hasta ese entonces las políticas sociales desempeñaron un papel marginal en el modelo de desarrollo, ya que se concebía que el bienestar de la población sería el resultado natural del crecimiento económico. El gobierno se concentró en los grandes proyectos hidroeléctricos como el Lerma-Chapala y el Papaloapan en los años cincuenta y sesenta, que al mismo tiempo que buscaban incorporar tierras al riego, producirían la energía eléctrica que la creciente industria demandaba; colateralmente se buscaba el desarrollo social de las regiones en las que se ubicaban los proyectos con la introducción de los servicios básicos. Si bien este modelo permitió el crecimiento económico esperado al que calificaron como el "milagro mexicano", no impulsó de igual manera el bienestar de la población. Las señales para el cambio de este modelo económico serían interpretadas a partir de 1970, con el gobierno de Luis Echeverría Álvarez.

La administración de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), fue una de las épocas más optimistas para la economía mexicana. El éxito se basó específicamente en concretar el desarrollo del país en un modelo de crecimiento hacia adentro, prácticamente ignorando el exterior a través de barreras arancelarias. Con la aplicación del sistema de sustitución de importaciones se propició que el sector industrial creciera notablemente, ello conllevó al desarrollo de una rápida urbanización (durante los setenta, el número de ciudades de más de 2,500 habitantes creció del 42.6 al 58.7 por ciento), con lo que la población se concentró en el sector industrial y servicios, quedando relegada la actividad agrícola.

Desde la segunda mitad de los años setenta se hicieron patentes los primeros signos de agotamiento del modelo de sustitución de importaciones expresado en una caída del ritmo de crecimiento, un menor volumen de las inversiones, la desarticulación intersectorial, dificultades para financiar las importaciones de bienes de capital con las exportaciones agrícolas y el deterioro del intercambio agrícola-industrial (Boltvinik y Hernández Laos, 1991: 456-533).

Debido a lo anterior, se buscaba compatibilizar el crecimiento económico con la distribución del ingreso, reactivar el sector agropecuario, fortalecer las finanzas públicas, así como reducir los desequilibrios externos.

La estrategia por la que el gobierno apostó tras la desaceleración económica de principios de los setenta, fue la inversión estatal, se aumentó considerablemente la inversión hacia los recursos destinados al campo, aumentó el crédito y el apoyo a la organización y regularización agraria; de la misma manera, continuó el apoyo a la industria subsidiando los bienes y servicios públicos.

Se pensó que si el Estado controlaba mayormente el desarrollo económico participando activamente en la inversión y que fuera propietario de sectores estratégicos como el energético, México sería un país más próspero, más justo y menos vulnerable a las tensiones políticas y económicas tanto internas como externas. El gobierno de Echeverría consideró que lo más conveniente era que el Estado tuviera una mayor participación porque con ello lograría un mayor control, y con un mayor control previsiblemente se podrían evitar tensiones sociales similares a las acaecidas durante 1968, ya sea de tipo estudiantil o de tipo guerrillero, específicamente en el campo (Bazdresch, 1989).

Lo rescatable de este periodo fue que se incentivó el desarrollo de proyectos de infraestructura y lo referente a la educación se vio sensiblemente favorecido. En contraposición hubo un desperdicio extraordinario de los recursos, que conllevó, finalmente, a un incremento del déficit fiscal y a los ya señalados desequilibrios en la cuenta corriente de la balanza de pagos; ambos problemas fueron financiados a través del endeudamiento con el exterior. Como consecuencia, la política de la expansión en el gasto público definitivamente se derrumbó en 1976.

En el sexenio de Luis Echeverría, el gobierno y el gasto público irrumpió la escena del crecimiento económico. La política social no estuvo exenta de este giro; de hecho, la meta de la política social sirvió como justificación para la intervención gubernamental. El objetivo expreso de la política social de entonces fue mejorar la distribución del ingreso; el medio fue el instrumento privilegiado de la estrategia de desarrollo: la participación gubernamental en la economía. En consecuencia, se procedió a la creación de empleos y a subsidiar de manera generalizada tanto a productores como a consumidores.

 

Se incorporó una concepción más amplia de la pobreza, misma que serviría para el propio diseño de las políticas de combate a la pobreza, cuyas premisas fueron:

Reconocer que el crecimiento económico por sí mismo no garantiza una mayor redistribución del ingreso y que éste, a su vez, no es sinónimo de reducción de la pobreza.

Desarrollar diversos métodos de medición de la pobreza, dado que la identificación de los grupos en esas condiciones depende el éxito de los programas para su erradicación.

Reconocer que la pobreza en países en desarrollo es un problema predominantemente rural, tanto en cantidad como con detenimiento, por lo que hay que reconocer las diferencias entre el campo y la ciudad.

Entre las iniciativas de política social en esta administración, destacan: En 1972, la creación del Instituto del Fondo Nacional para la Vivienda de los Trabajadores (INFONAVIT); en 1973 el Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural (PIDER), con los siguientes objetivos: a) Generar empleos permanentes y remunerativos que permitan arraigar a la población en su lugar de origen y, b) Realizar obras de infraestructura y servicios; en 1974, el Fondo Nacional para el Consumo de los Trabajadores (FONACOT) y el Programa Nacional de Solidaridad Social del IMSS.

El combate a la pobreza en el medio urbano se asumió como el acceso de los grupos más marginados a la seguridad social. Se puso en marcha el Programa Nacional de Solidaridad Social, cuyas medidas eran: la construcción o ampliación de infraestructura física, el aumento de la cobertura de la seguridad social tanto en volumen de población atendida como en los servicios prestados, la incorporación de más municipios dentro de la cobertura del IMSS (Instituto Mexicano del Seguro Social, 1975).

El gobierno recurrió al Fondo Monetario Internacional (FMI) para paliar la crisis. La estrategia de los recursos estuvo condicionada a la firma de una carta de intención con dicha institución, la cual incluía los siguientes puntos: el Fondo Monetario Internacional se ofrecía como aval de los bancos comerciales para extender líneas de crédito a México; el gobierno se comprometía a corregir los desequilibrios en la balanza de pagos y, con ello, el país se hacía acreedor de un préstamo comercial que buscaba revertir la tendencia hacia un déficit público cada vez mayor.

Sin embargo, el mal manejo de la política económica no fue el único factor de la crisis económica, también lo fue la recesión económica sufrida en el ámbito mundial -específicamente en virtud de la crisis de los precios del petróleo de 1973- implicaron que el país entrara en una de sus más agudas crisis económicas (Zedillo, 1986: 965).

 

Al finalizar la administración de Echeverría, éste rechazó “la pretendida existencia de un dilema entre la expansión económica y la distribución, lo mismo que (...) el falso supuesto de que el crecimiento acelerado pudiera, por sí mismo, liquidar la injusticia social". Señaló haber abandonado "la vía estrecha de la producción para un mercado de altos ingresos que tendía a agudizar la concentración, el empobrecimiento de las mayorías y la dependencia externa" (Echeverría, 1976).

En la administración de José López Portillo (1976-1982), se descubrieron enormes yacimientos de petróleo, siendo un factor determinante en la aplicación de la política económica nacional. Las anteriores políticas restrictivas del gasto rápidamente fueron cambiadas por una política de derroche. La frase que se convirtió en el estandarte del sexenio fue que México, de entonces y en adelante, tendría que aprender a “Administrar la abundancia”, frase que, como se verá más adelante no fue una realidad digna de fiarse.

La postura gubernamental era que el país crecería de forma inmensurable a partir de 1978, pero se desestimó la pésima administración que tendrían los recursos obtenidos. Se pensó que el desarrollo del país podría sobradamente estar sustentado en la exportación de petróleo y sus derivados, y que a partir de la obtención de esos ingresos se podrían reducir las restricciones de tipo fiscal al tiempo que se pagarían las deudas con el exterior.

Con lo anterior, todo parecía indicar que en adelante México se vería encumbrado en la lista de los países más ricos y, tal vez, más poderosos. El Estado sustentó el crecimiento en el gasto público, lo que impactó sensible y favorablemente en la producción y en la captación de inversión privada, lo que conllevó a la generación de empleo.

En el trasfondo de todo este gran optimismo se vislumbraban agudos problemas. La dificultad mayor radicaba en la excesiva dependencia en un solo recurso natural, el petróleo. Mientras se pensaba en cómo administrar la abundancia se empezó a configurar una bomba, la cual no tardaría en explotar. Primero se empezó a generar un déficit fiscal, agravado por la sobre valuación del peso, lo que conllevó a un sensible desequilibrio en la balanza de pagos. El hecho que desafortunadamente vino a agravar la situación fue la creencia de que los precios de la gasolina seguirían en aumento, lo que sirvió de justificante para que el gobierno incrementara el gasto público (World Bank Staff, 1980: 8). La creencia resultó un fracaso. En el último tercio de 1981 el déficit fiscal alcanzó la cifra del 14.1 por ciento del PIB. Ya en 1982 la situación se convirtió en una crisis insostenible.

En noviembre de 1982 el gobierno redactó una Carta de Intención para exponerla a la consideración y firma del Fondo Monetario Internacional (FMI). El propósito de esa carta era ajustar la política económica nacional a unos lineamientos previamente aprobados por dicha institución. Añadidamente se solicitó un convenio de facilidad, en el que el FMI apoyara a México otorgándole créditos urgentes para hacer frente a la crisis económica, con ello el FMI fungió en carácter de aval para que el país nuevamente fuera susceptible de crédito internacional.

 

En cuanto a la política social en esta administración prevaleció una lógica similar a la administración anterior, donde el objetivo fue explícitamente el ataque a la pobreza. Los instrumentos fueron de alguna manera similar a los utilizados por el gobierno que le antecedió, pues el énfasis se mantuvo en resarcir el ingreso y posibilitar el consumo a través de la creación estatal de empleos y de subsidios generalizados. El Plan Nacional para Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR) y en particular el Sistema Alimentario Mexicano (SAM), son ejemplos del énfasis presentado a subsidios generalizados. No obstante su carácter subsidiario, COPLAMAR acertó en otros dominios; en particular, en el campo de la salud, en la medida en que amplió la oferta en las áreas más pobres del país a través de la subcontratación de los servicios del IMSS (Trejo y Jones, 1993).

En el discurso oficial, la cuestión de la pobreza adquirió importancia. En la toma de posesión, José López Portillo, pidió perdón a los desposeídos y marginados por no haber acertado a sacarlos de su postración y señaló que el país tenía conciencia y vergüenza por esta situación; la alianza que proponía su gobierno era "para conquistar por el derecho la justicia", y que "el problema fundamental del país era el de la marginación" (González, 1985). Poco más tarde, ante los incrementos de precios de los hidrocarburos, se recurrió a los préstamos externos como anticipación de los ingresos petroleros utilizándolos como garantía; además, se flexibilizaron los compromisos de austeridad y se propusieron programas que pretendían atacar simultáneamente los rezagos en materia de alimentación, salud, vivienda y educación. López Portillo afirmaba que el problema de México ahora era "administrar la abundancia". El Plan Global de Desarrollo 1980-1982 se diseñó en ese nuevo escenario; la política social hacía especial énfasis en la creación de empleos y en la consecución de "mínimos de bienestar".

La estrategia de la administración de López Portillo consistía en utilizar los recursos petroleros para expandir el mercado interno, crear empleos productivos y suficientemente remunerados, dinamizar ciertas ramas productivas e incrementar la oferta de bienes de consumo masivo, es decir, las de mayor impacto en las condiciones de los grupos marginados. Se buscaba que la mayoría de la población alcanzara dichos mínimos de bienestar, lo que redundaría en aumentar la capacidad de autodeterminación del país  (Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, 1980).

Se diseñaron programas sectoriales orientados al fomento tanto de la producción como del consumo y a la asistencia directa de los grupos desfavorecidos. Destacando: el Programa Nacional de Empleo, el Sistema Alimentario Mexicano, el Plan Nacional de Desarrollo Industrial, el Plan Nacional de Desarrollo Urbano, continuación del Programa Integral de Desarrollo Rural, los Programas Nacionales de Alimentos y Nutrición, el Programa Nacional de Orientación Familiar, el Programa Nacional de Educación para Todos, el Programa Piloto de Mínimos de Bienestar, el Programa de Vivienda Progresiva y el Paquete Detección-Atención del Instituto Nacional de Nutrición.

La pobreza se concebía como un fenómeno predominantemente rural y para ello se atenderían a las comunidades dispersas en las zonas desérticas, pantanosas y montañosas del país.

 

De esta manera, la pobreza era entendida como un problema de marginación que se expresaba en desnutrición, insalubridad, altas tasas de natalidad y mortalidad infantil, reducida esperanza de vida, ignorancia y desempleo.

Las principales acciones de combate a la pobreza se dirigieron al sector rural y a las actividades productivas, a través de tres principales programas: El Sistema Alimentario Mexicano (SAM), cuyos objetivos fueron: alcanzar la autosuficiencia en granos básicos, subsidiar el consumo de alimentos de los campesinos pobres, sobre todo maíz, frijol, arroz y aceites comestibles y extender la agricultura hacia las zonas más marginadas del país. Para incrementar la productividad de los campesinos se propusieron las medidas siguientes: Incremento intensivo de la tierra cultivable (a través de la instalación de sistemas de riego y de la ocupación de áreas planas tropicales), acceso a semillas mejoradas y a fertilizantes con precios subsidiados y el otorgar precios de garantía a los productores.

Por otra parte, los objetivos del Programa de Inversiones Públicas para el Desarrollo Rural, en una segunda etapa, fueron: lograr una distribución más equitativa en materia de salud, educación y bienestar social, elevar la producción y la productividad, en términos de ingreso por hombre ocupado, en las ramas agropecuarias y agroindustriales que generan productos de primera necesidad para el mercado regional y nacional e incluso para exportación, disminuir la importación de alimentos, promover el uso racional de los recursos explotados y activar la explotación eficiente de los que hasta ahora no han sido utilizados, contribuir a una mayor distribución del producto social y del ingreso, a fin de equilibrar el crecimiento de los núcleos urbano y rural y coadyuvar al desarrollo de las comunidades, en función de sus recursos humanos y naturales.

El Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR), fue un proyecto con una perspectiva global de investigación en torno a la pobreza, dado que una de sus funciones consistía en estudiar y proponer la atención eficaz de las necesidades de las zonas deprimidas y los grupos marginados, bajo las siguientes convicciones: el crecimiento económico no constituye el propósito del desarrollo sino un medio para alcanzarlo, el desarrollo se expresa en el grado de satisfacción de las necesidades esenciales de toda la población y la planeación debe partir de las necesidades esenciales de la población y, en función de ellas, determinar las metas de producción de bienes y servicios y consecuentemente, las características de la estructura productiva, teniendo como principales objetivos: aprovechar adecuadamente la potencialidad productiva de los grupos marginados y asegurar una oferta abundante de bienes, especialmente alimentos y servicios, promover el establecimiento de fuentes de trabajo diversificadas en las zonas marginadas, a través de la canalización de recursos públicos y privados, elevar la eficacia en el aprovechamiento de los recursos de zonas marginadas y deprimidas mediante tecnologías modernas, lograr una remuneración justa para el trabajo y los productos generados por los grupos marginados, aplicar recursos para el beneficio de los estratos más pobres, en materia de alimentación, salud, educación y vivienda, fomentar el respeto y el desarrollo de sus formas de organización, para fortalecer su capacidad de negociación en la producción, la distribución y el consumo y el fortalecer las manifestaciones culturales propias, y elevar la conciencia y capacidad de organización.

 

Estos programas no serían continuados por la siguiente administración, que enfrentaba de nuevo una crisis de enormes proporciones en 1982. Al término de su administración, López Portillo, una vez más pedía perdón a los pobres: el sueño petrolero había terminado con la reducción drástica de precios y a la crisis de insolvencia estallada en agosto de 1982.

Uno de los programas sociales más importantes en esta administración fue el de generación de empleo temporal, que simplemente disfrazaba la forma de hacer llegar recursos de sobre vivencia a la población más pobre, principalmente del medio rural; este programa resurgiría nuevamente ante la crisis de 1994 y continúa hasta la presente administración, lo que significa una muestra de la continuidad de la crisis y de la recurrencia a las políticas asistenciales para enfrentarla.

En la administración de Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988), si bien se contaba con un gabinete bastante más cohesionado que el de su predecesor, y con ello se podría pensar que estaba mejor preparado para hacer frente a los problemas, éste fue el heredero de un sistema prácticamente en quiebra -con las finanzas en la ruina y la credibilidad, tanto interna como del exterior, sumamente deteriorada- que a la luz de los hechos no vislumbraba posibilidad de mejora en el corto plazo. Cuando de la Madrid asumió la presidencia de México, el país llevaba a cuestas tres macro devaluaciones ocurridas durante 1982, siendo dos de ellas superiores al 100 por ciento. Asimismo, el presidente entrante se veía ante el cumplimiento de compromisos empeñados por su antecesor.

El primero de diciembre de 1982, Miguel de la Madrid Hurtado tomó posesión del cargo como presidente de la República y de inmediato se dio a la tarea de extender el convenio anterior. El nombre que se le dio al ulterior convenio fue el de Programa Inmediato de Reordenación Económica (PIRE).

La mayoría de los secretarios que integraban el equipo del presidente, creían que algunas de las causas en el desencadenamiento de la crisis de 1982, obedecían al tamaño del déficit fiscal, a la distorsión del tipo de cambio, a la caída de los precios del petróleo y al alza de las tasas de interés a nivel mundial, pero también argumentaban que todo se había agravado por la mala administración que había desempeñado el gobierno de López Portillo. Por ello, se pensó que aún y cuando todos los factores señalados se hubieran corregido, el gobierno no hubiera podido hacer un exitoso frente a la crisis, sobre todo porque existían factores estructurales que le impedirían maniobrar eficientemente. Aducían que parte de la responsabilidad de la crisis era por la aplicación del sistema de sustitución de importaciones al tiempo que el Estado se había engrosado más de lo recomendable y conveniente, y que el manejo de los recursos públicos había sido el menos adecuado.

La justificación ante esta última posición la validaban con el hecho de que los empresarios, los industriales y el sector financiero habían perdido la confianza en el gobierno. Si bien el mismo Miguel de la Madrid hubiera querido que los cambios estructurales se hubieran hecho más rápidamente de lo que se ejecutaron, el ritmo lo detuvieron algunos que disentían con la perspectiva del gobierno.El camino que se tendría que andar hasta la recuperación era largo y reconocidamente sinuoso. Algunas de las primeras acciones de tipo económico que enfrentó el reciente gobierno de Miguel de la Madrid, fue la solicitud para que los bancos comerciales reestructuraran los pagos (Gurría, 1991: 4). Con todo, como resultó a la postre, estos intentos de estabilización no fueron suficientes, sobre todo porque todavía se seguía dando la fuga de capitales, al tiempo que los que ya estaban en el extranjero se resistían a volver al país. La reticencia de los particulares en retornar sus capitales al país se fundaba específicamente en el contundente hecho de que sabían el enorme peso que representaba el pago de la deuda.

En el segundo intento de estabilización se integró un paquete de operaciones en las que estaba incluida la reducción de los índices inflacionarios de manera más controlada, al tiempo que el país lograra recuperar su ritmo de crecimiento económico, de forma gradual, pero permanente. Para alcanzar estos dos puntos se pensó que el mejor camino sería hacerlo de forma dosificada, no abruptamente bajo la expedición de una decisión a cumplirse inmediatamente. Todo lo anterior formó parte de las recomendaciones que el Fondo Monetario Internacional le dio al gobierno, y fueron precisamente éstas en las que el gabinete de Miguel de la Madrid obtuvo suficiente justificación para modernizar la planta productiva del país, proveyéndolo de alta tecnología para ser mejores y más competitivos, al tiempo que se tejía el entramado necesario para soportar la inmersión de México en el contexto internacional. Aquellas incipientes bases en pro de la apertura comercial, se vieron enfrentadas a la reticencia de un sistema, en el cual se había enraizado el modelo proteccionista, que por más de cuatro décadas había prevalecido en las políticas comerciales y de industrialización.

Desde inicios hasta mediados de 1985 se dieron las condiciones para que estallara una crisis en la balanza de pagos, lo que conllevó a que el gobierno rápidamente actuara imponiendo acciones restrictivas en la política fiscal y en la monetaria, y devaluando el tipo de cambio controlado. Sin embargo, la distinción que diferencia el proceder de esta crisis de las anteriores, es que en esta ocasión las medidas se acompañaron de una política de liberación comercial. Rápidamente se empezaron a sentir los efectos de las decisiones tomadas por el gobierno. Por una parte era cierto que la opción elegida había sido la correcta, pero al mismo tiempo estaba quedando claro que el país había entrado en una etapa de desaceleración económica, al tiempo que no obtendría más recursos del exterior y los precios internacionales del petróleo estaban en franca caída (en 1985 el precio por barril de crudo era de 25.5 dólares, mientras que para 1986 era de 12.0 dólares) (Banco de México, 1986: 17).

Con todos estos elementos en contra, las condiciones para creer que el país se declararía en moratoria en el pago de la deuda estaban sobradamente fundadas. Empero, a través de una intervención de funcionarios de Estados Unidos, el gobierno accedió a no proceder en tales términos a cambio de obtener más dinero prestado, aunque éste demoró en llegar, hasta finales de 1986. El balance económico al final de 1986 fue negativo. El país se encontraba con índices económicos que rayaban en el colapso. El peso se devaluó en un 46 por ciento, el PIB bajó en un 4.2 por ciento, y la inflación ascendió a 105 por ciento con relación al año anterior. Sin embargo, el punto a favor se centró en que en la balanza comercial se alcanzó un superávit de 4.66 mdd. Ante esta magra perspectiva el gobierno exteriorizó la necesidad de establecer otro plan de austeridad, en el que se consideraba una eliminación de subsidios, la liquidación de 263 empresas paraestatales, la cancelación de proyectos no prioritarios, el ahorro presupuestario y la creación de un plan para fomentar las exportaciones (Chávez-Ramírez, 1996: 58).

La Carta de Intención firmada con el FMI y el Programa de Aliento y Crecimiento (PAC), fueron la base para que el gobierno se empeñara en abrir al país hacia el exterior y diversificar su comercio[2]. Los primeros políticos neoliberales consideraron que mediante la eliminación de las regulaciones y de las restricciones al comercio se podría mejorar en los niveles económicos al tiempo que se podrían aprovechar las ventajas competitivas naturales del país, como lo era su situación geográfica de vecindad con los Estados Unidos a lo largo de más de tres mil kilómetros de frontera común.El impacto provocado por el PAC no se hizo esperar. En 1987, se generó un proceso que llevó el nombre de Indexación, que consistía en hacer ajustes estructurales en los precios cada mes, teniendo como parámetro el índice inflacionario. Los datos económicos se veían encabezados por un pobre crecimiento económico del 1.4 por ciento, mientras que la inflación se había elevado en un 159 por ciento, en suma, las cifras revelaron que este programa, como otros tantos anteriores, fue un fracaso (Molina, 1991: 247).El escenario que se presentaba a finales de 1987 obligaba a intentar una nueva estrategia para poder paliar la crisis que recién se había agravado en virtud del crack bursátil de noviembre. Fue entonces cuando en diciembre del mismo año el gobierno sacó a la luz el Pacto de Solidaridad Económica. El propósito era el de reducir los salarios, para que a partir de ello se redujera la demanda y así poder contener el alza de los precios.En la práctica el Pacto de Solidaridad Económica funcionó parcialmente. Si bien una gran variedad de artículos mantuvo sus precios, subieron precisamente los más necesarios, es decir, los correspondientes a la canasta básica. Por ello, a la luz de los hechos el Pacto provocó un efecto contrario al deseado, toda vez que aumentó el desempleo y con esto se agravó la pobreza.En los años ochenta, la política social entró en un impasse. Se trata de un paréntesis impuesto por la crisis del modelo de sustitución de importaciones y por el cambio estructural de la economía. Durante la administración de Miguel de la Madrid, se hicieron cambios normativos, como el reconocimiento del derecho a la salud y a la vivienda en la Constitución. También se experimentaron cambios administrativos en el ejercicio del gasto. La Secretaría de Programación y Presupuesto (SPP) -ahora extinta- inició un proceso de desconcentración a través de los Convenios únicos de Desarrollo (CUD), pactados con los estados. Mediante éstos, los recursos dedicados a un conjunto de áreas en las que se incluían la educación, la salud y la readaptación social -entre otras-, serían manejados conjuntamente por autoridades estatales y por delegados de la SPP.Estos movimientos legales y administrativos no tuvieron mayor impacto en la provisión de la política social, en buena medida porque no se acompañaron de reformas institucionales que modificaran la madeja política que atrapaba a la política social. La desconcentración que se experimentó en varias ramas de la administración pública no redundó en mayor eficiencia administrativa, ya que en torno a las unidades desconcentradas se anidaron nuevos grupos de interés que, sin contrapesos, siguieron condicionando la política social. Cambios legales, como el reconocimiento al derecho a la salud, no se llevaron a la práctica en parte por la ausencia de cambio institucional, pero también porque el gasto en infraestructura social sufrió estrepitosas caídas a lo largo del sexenio. En buena medida, estos recortes fueron la parte ortodoxa de la estabilización económica y es cierto que sin ellos, la inflación nunca se hubiera controlado. El gran problema, sin embargo, es que los costos del ajuste macroeconómico no se distribuyeron de manera equitativa entre los diferentes grupos sociales[3].El final de la administración de Miguel de la Madrid, se caracterizó por la agudización de la crisis económica, la cual todavía tendría peores días por conocer durante la administración de Salinas de Gortari.

En la administración de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), la situación económica por la que había atravesado el país a lo largo de los anteriores gobiernos, evidenciaba el gradual deterioro en el poder adquisitivo de la población. Cuando llegó Salinas de Gortari hizo promesas que empezó a cumplir, el pueblo quiso creer que por fin la larga noche había llegado a su fin. Poco a poco el país comenzó a cobrar mayor fuerza y presencia a nivel internacional, llegando incluso a ser considerado como uno de los más viables para renovar el título de país en vías de desarrollo, por el de país desarrollado. Inclusive, en la última reunión del GATT, en Marruecos, que correspondía al cierre de la Ronda Uruguay, a finales de 1994, México fue considerado por el Fondo Monetario Internacional como el alumno más aplicado, como el más destacado y notable aprendiz de la política neoliberal.

Todo parecía indicar que la política de derecha, a la luz de los hechos, había llegado para quedarse, por lo menos por otros seis años. Durante el gobierno de Miguel de la Madrid definitivamente quedó claro que sería el neoliberalismo el sostén ideológico en el que se sustentaría la labor, temática que sería retomada y relanzada con nuevos bríos durante el gobierno de Salinas de Gortari. La primera acción del entrante gobierno fue refrendar en enero de 1989 al Pacto de Solidaridad Económica, pero con las obligadas matizaciones que dieran a entender que el autor era ya otro. El nombre que recibió el nuevo programa fue el de Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento Económico (PECE), sin duda un modelo mucho más ambicioso que el anterior.

La segunda estrategia de Salinas de Gortari, fue crear el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL), con esta idea se estipuló quién en lo subsiguiente tendría que competir para sobrevivir, y quién sería bastamente subsidiado aunque en absoluto fuera competitivo (Guillén, 1997: 136).

El escenario que más atención robó en el sexenio de Salinas de Gortari fue la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En congruencia con la ideología neoliberal, era lógico que se pretendiera crear el tejido suficiente para que el país entrara de lleno en el contexto de la competitividad económica internacional. La realidad era que el país difícilmente podría competir con cierto grado de éxito con el exterior, y en especial con Estados Unidos, sobre todo porque la base industrial, tecnológica y también en lo referente a las cuestiones administrativas, los parámetros eran completamente distintos. Aunque reconocidamente la diferencia mayor no estriba en lo anterior, la complicación era que los mexicanos ideológicamente no estaban preparados para competir, pero la culpa no les era imputable del todo, había una razón. Durante décadas la política sobre-proteccionista no obligó a tener que prepararse para poder vender y comprar, sino que prácticamente la compra y la venta estaba garantizada. Los productos, aún de baja calidad o sin cubrir las normas mínimas de calidad internacionales, tenían salida. Y más allá, el mercado laboral no era precisamente el escenario en el que se desarrollaran líderes internacionales, ideológicamente hablando. Con la liberalización de la economía, y por ende de los mercados, incluso el laboral, la situación cambió radicalmente.

En la estrategia gubernamental, se emplearon todos los medios y recursos disponibles para convencer a la población de que solamente con el TLCAN, el país podría terminar de salir adelante, de que con el TLCAN, México se consolidaría como una de las naciones más poderosas e influyentes. Al final los resultados fueron evidentes, la ciudadanía definitivamente estaba convencida de que con el TLCAN el país pasaría a formar parte del primer mundo. Sin embargo, la mayor parte del sector productivo, compuesto por pequeños y micro-empresarios, no pudieron modernizarse y no supieron como hacerlo, lo que conllevó a que durante el primer año de funcionamiento del tratado quebraran cientos de negocios (Huerta, 1994: 127).

Paradójicamente, se decretó la disolución de COPLAMAR, así como la cancelación de programas dirigidos a combatir a la pobreza: SAM y el PIDER. Se reconocía que la política social estaría contenida dentro de las acciones de la política económica general, operada bajo los criterios de los programas sectoriales de impacto global.

Con ello, en los hechos la política social se desarticulaba. Además, las políticas salariales y de empleo quedaron supeditadas a la prioridad del ajuste en sus dos vertientes: estabilización y el llamado ajuste estructural.

 

 

Cuadro 1. Evolución de los salarios y el empleo en México (1982-1992)

Salarios (1982=100)

1982

1984

1986

1988

1990

1992

Salario mínimo

100

77

70

57

49

45

Salario medio

100

72

67

59

59

60

Empleo (Porcentaje de la PEA)

 

 

 

 

 

 

Formal

90.9

84.6

79.1

75.0

73.2

69.3

Informal

1.1

6.5

9.2

13.2

19.4

21.4

Desempleo abierto

8.0

8.9

11.7

11.8

8.3

9.3

Fuente: Elaborado con datos del VI Informe de Gobierno 1994, Poder Ejecutivo Federal, Sistema de Cuentas Nacionales, INEGI, 1992.

 

 

En el fondo, la escasez de los recursos dedicados al combate a la pobreza en conjunción con la magnitud del problema, tienen el potencial de convertir a la estrategia en un fracaso. El enfoque integral de las políticas para erradicar la pobreza sólo puede tener un impacto real en las condiciones de vida de quienes la padecen, si y sólo si se concretan en niveles de asignación y complementariedad que auténticamente puedan, por medio de su aplicación en mediano plazo, romper el círculo vicioso de las familias pobres de manera sostenida.Tanto el gobierno anterior, como el actual, han preferido, implícitamente, diseñar una estrategia multidimensional y compleja, pero incapaz de resolver los problemas de fondo, discriminando a parte de la población y traduciéndose, en los hechos, en una falta de acción gubernamental.Esto ha implicado, por añadidura, que por más que los programas se diseñen e instrumenten a lo largo de líneas sofisticadas de argumentación y construcción no dejan de ser meramente asistencial.La política de desarrollo social en esta administración, tendrá como compromiso primordial garantizar el desarrollo integral de todos los mexicanos, a través de programas que atiendan las necesidades más sentidas de la población, como son:

Reducir la pobreza extrema: Esto implica que ningún mexicano tenga que vivir sin satisfacer sus necesidades básicas y sin gozar de una vida digna que le permita contribuir a su bienestar, y al desarrollo humano social y económico del país.

Generar igualdad de oportunidades para los grupos más pobres y vulnerables; esto es, que todos tengan acceso real a las oportunidades para que con su propio esfuerzo alcancen un mejor grado de bienestar.

  Apoyar al desarrollo de las capacidades de las personas en condición de pobreza; es decir, que todos dispongan de un conjunto mínimo de capacidades para acceder plenamente a las oportunidades con el fin de alcanzar y mantener un nivel de vida con calidad y dignidad.

 

Fortalecer el tejido social a través del fomento a la participación y el desarrollo comunitario para que se fortalezca la cohesión entre los diferentes grupos de la sociedad y ampliar los mecanismos, con el propósito de fomentar las iniciativas de las comunidades.

De acuerdo con esta visión, las estrategias se basan en la promoción de oportunidad, capacidad, seguridad, patrimonio y equidad entre las personas; de modo que pueda hacerse realidad el potenciamiento al que se hace referencia en las dimensiones del desarrollo humano.

Se trata de un programa que, al igual que los dos anteriores, promueve la participación, en este caso bajo el lema una tarea contigo como concepto representativo de democracia, pretendiendo que ésta se logre mediante la ampliación de capacidades y conocimientos; lo que en la visión del desarrollo humano se denomina "capital humano" y que requiere para su fomento de avances significativos en los rubros de educación, salud y alimentación. Por ello, el gobierno foxista ha diseñado e implementado un programa que precisamente lleva el nombre de oportunidades y que consiste en promover el acceso de los pobres a programas de empleo temporal, al financiamiento de los proyectos productivos, programas de mejoramiento, a la regularización y promoción de la vivienda y sistemas de ahorro y crédito popular. Esta administración muestra las intenciones de una continuidad en las políticas de focalización. El primer rasgo ha sido la propuesta dentro de su reforma hacendaria, donde los recursos que los pobres pagarían por el impuesto al valor agregado se les reembolsaría a través de PROGRESA. Esto es, continuar con una política de canalización de recursos de sobre vivencia y asistencial. La política social propuesta seguirá dos vías paralelas y complementarias: Por un lado programas para ampliar las capacidades humanas y por el otro programas para ampliar las oportunidades de producción y empleo.